un hombre de lealtades blindadas que sin escaparle al disenso vivió en estado de interrogación y diálogo, apostó al lenguaje para desafiar sentidos clausurados y generó una de las etapas más luminosas de la Biblioteca Nacional a partir de una gestión que alojó debates inflamados, validó en sentido integral la producción de músicos como Spinetta o el "Indio" Solari y salió al rescate de textos olvidados por las dinámicas expulsivas de la industria editorial.
Por Julieta Grosso-Télam
Tras un largo proceso que incluyó mejorías y recaídas, murió a los 77 años el sociólogo y ensayista Horacio González, un hombre de lealtades blindadas que sin escaparle al disenso vivió en estado de interrogación y diálogo, apostó al lenguaje para desafiar sentidos clausurados y generó una de las etapas más luminosas de la Biblioteca Nacional a partir de una gestión que alojó debates inflamados, validó en sentido integral la producción de músicos como Spinetta o el “Indio” Solari y salió al rescate de textos olvidados por las dinámicas expulsivas de la industria editorial.
El autor de “Lengua del ultraje. De la generación del 37 a David Viñas” toreó varias veces a la muerte. Lo hizo a fines de 2013 cuando se desplomó en el aeropuerto de Panamá como consecuencia de un ACV que sufrió mientras regresaba de un Congreso de la Lengua celebrado en esa ciudad y luego en 2015 cuando fue intervenido por una hemorragia renal que un año y medio después lo llevó a recibir un trasplante de riñón. Pero esta vez no pudo. No alcanzó con la tenacidad disimulada en su figura etérea, afable, de la que brotaba la voz tenue pero firme con la que construyó su faceta de polemista.
Sociólogo, docente, ensayista, profesor, militante: González fue uno de los más lúcidos pensadores argentinos del último siglo, poseedor de una prosa expansiva y laberíntica que custodiaba sus ocurrencias y argumentos. Fuera del territorio solitario de la escritura, no esquivó los riesgos que acechan a los hombres que frecuentan la arena pública: presentó libros, regaló destellos de conferencista sagaz y lideró cruzadas como las reuniones de Carta Abierta -el espacio que buscó aportar espesor teórico a las políticas del kirchnerismo- o la embestida para licuar el protagonismo del escritor Mario Vargas Llosa durante su visita al Feria del Libro en 2015.
A González lo caracterizó siempre la vocación para sostener lealtades –a sus ideas, a sus amigos, a las figuras que admiraba como la del expresidente Néstor Kirchner o el desaparecido librero Elvio Vitali- sin caer en la adulación o el alineamiento sumiso. Contra toda prevención, en julio de 2015 no dudó en anticipar su salida de la Biblioteca Nacional -en la que ejerció la máxima autoridad durante una década- pese a que el pronóstico de cara a las inminentes elecciones presidenciales sugería un escueto triunfo del candidato del Frente para la Victoria, Daniel Scioli, por sobre el opositor Mauricio Macri. “Creo que no seguiré. Debería para eso acallar muchas de las críticas que hice y me debería convertir en un funcionario más adecuado y no lo fui”, se sinceró.
De hecho, en ese inesperado balance que formuló en el marco de una presentación informal ante un grupo de periodistas llegó a sostener que trabajó “al filo de la disidencia”, en línea con la noción de una “cultura crítica”. El intelectual había llegado a la Biblioteca Nacional en 2004 por pedido de su amigo Vitali, quien apenas nombrado director lo convocó para desempeñarse como su segundo en el área junto al también historiador Horacio Tarcus. Cuenta la leyenda que casi dos años después el entonces presidente Néstor Kirchner lo llamó a su casa para ofrecerle el cargo de director de la máxima institución cultural. Tuvo su primer asedio público en diciembre de 2006, cuando el subdirector Tarcus presentó su renuncia por desavenencias con los sindicatos y sus desacuerdos con la línea “nacional y popular” que empezaba a perfilar la gestión.
Precisamente esa perspectiva díscola con las tradiciones sería una de las grandes astucias de González: convertir a la Biblioteca en un espacio vivo capaz de alojar el “zeitgeist” de una sociedad que redefinía sus consumos culturales intentando dejar atrás las secuelas del estallido social de 2001. El sociólogo planteó entonces una agenda desplazada hacia expresiones asociadas a lo periférico o lo alternativo que nunca antes habían tenido lugar en la monumental estructura proyectada por Clorindo Testa, como la muestra dedicada en 2014 a “El Eternauta”, la historieta creada por Héctor Germán Oesterheld o las que sucesivamente tuvieron como epicentro el universo artístico del “Indio” Solari, fundador de Los Redonditos de Ricota, o la producción poética y musical de Luis Alberto Spinetta, a quien en 2012 se le rindió homenaje con una exposición antológica.
Transformado en un anfitrión entusiasta y descontracturado, González multiplicó la actividad pública de la Biblioteca con presentaciones de libros, paneles, ejercicios de relectura crítica, exposiciones, ciclos de reflexión y hasta jornadas de desagravio como la que dedicó al escritor Pablo Katchadjian, acusado por la viuda de Borges, María Kodama, de plagiarlo en su libro “El Aleph engordado”. Fue una atípica velada que contó con la presencia del escritor César Aira, habitualmente renuente a la actividad pública, además del apoyo de más de 2.500 escritores editores y artistas entre los que se encontraban Edgardo Cozarinsky, Ricardo Piglia, Silvia Molloy, Josefina Licitra, Alan Pauls, Tamara Kamenszain y Gabriela Cabezón Cámara.
“La Biblioteca Nacional tiene que mantener la idea de interrogar toda la cultura disponible. Es como en la época de Groussac y la época de Moreno, que de algún modo estaba vinculada a todos los asuntos públicos, incluso a la guerra. Entre guerra y biblioteca hay muchas relaciones y ocurre hasta hoy que en las guerras las bibliotecas son un blanco muy selecto”, destacó durante una entrevista el sociólogo, que en 2011 creó el Museo del Libro y de la Lengua y designó como directora del flamante espacio a la ensayista María Pía López, su antigua alumna e incondicional amiga.
Polemista irremediable y protagonista de arrebatos que le valieron contrapuntos con otros intelectuales como Beatriz Sarlo, Horacio Tarcus y varios de sus compañeros de Carta Abierta -la agrupación a la que amenazó dejar de pertenecer en más de una ocasión- González solía esquivar la corrección política reservada a quienes ejercen la función pública, como cuando en 2015 decidió liderar una campaña para evitar que el escritor peruano español Mario Vargas Llosa participe como orador principal de la apertura de la la 37ª edición de la Feria del Libro de Buenos Aires y proponía a cambio su reemplazo por un escritor argentino
En una carta pública, el por entonces director de la Biblioteca Nacional salió a decir que consideraba “sumamente inoportuno” que el Premio Nobel de Literatura 2010 “ocupe ese lugar para inaugurar una feria que nunca dejó de ser un termómetro de la política”, dado que el autor de “La ciudad y los perros” no compagina bien “con las corrientes de ideas que abriga la sociedad argentina”. ¿Cómo se canceló la polémica? La entonces presidenta Cristina Fernández llamó a González para pedirle que retirara esa carta y Vargas Llosa logró dar su discurso, que en definitiva pasó casi desapercibido frente a la viralización que había alcanzado la controversia previa.
La formación intelectual del sociólogo y ensayista se consolidó con su ingreso a la facultad de Filosofía y Letras, que en los 60 funcionaba en un edificio ubicado sobre la calle Viamonte al 400. Se sintió rápidamente atraído por la militancia universitaria y poco después se unió a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), la organización política y guerrilla urbana que lo obligó a permanecer clandestino por un tiempo. Abandonó la agrupación para integrarse en 1971 al Movimiento Revolucionario Peronista, un grupo que luego se incorporó a la órbita de Montoneros. Comenzó a militar en una Unidad Básica en Flores, mientras vivía en una pensión, en una pieza con una cama de metal y una mesa desvencijada que constituían para su ideario el gesto de austeridad que demandaba la militancia. Llegó a estar detenido durante seis meses y al salir en libertad no lo dudó: se exilió en Brasil, donde ejerció la docencia hasta que en 1983 decidió regresar a la Argentina.
Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de San Pablo, publicó una veintena de obras que se ramifican en novelas, aguafuertes y ensayos, entre los que se destacan “La ética picaresca”, “El filósofo cesante”, “Retórica y locura”, “Filosofía de la conspiración”, “Perón: reflejos de una vida”, “Paul Groussac: la lengua emigrada”, “Las hojas de la memoria. Un siglo y medio de periodismo obrero y social”, “Lengua del ultraje. De la generación del 37 a David Viñas”, “Historia conjetural del periodismo”, “Genealogías. Violencia y trabajo en la historia argentina” y “Kirchnerismo, una controversia cultural”. Sus objetos de indagación van desde el peronismo, la política, los contrapuntos intelectuales y el oficio periodístico hasta los taxis, a los que les dedicó un libro, “El arte de viajar en taxi. Aguafuertes pasajeras”.
“Soy una persona que podría dar una buena clase sobre Jürgen Habermas, Walter Benjamín o Jorge Luis Borges. Y me tuve que convertir en alguien que tenía que ejercer su habilidad en la tensión que provoca la función pública”, se definió alguna vez.
Su debut en la ficción se produjo recién en 2014 con “Besar a la muerta“, una obra donde despliega saberes y discursos en clave de criollismo paródico, sin dejar de reflexionar, acaso a su pesar, sobre el estatuto del acto de habla. “La novela tiene giros caricaturescos, por eso vacilo en llamarla novela, sería en realidad una noveleta farsesca, y el asado, como fuerte signo de identidad, adquiere resonancias fantasmagóricas. No se puede invocar un asunto tan plenamente ligado a la memoria culinaria del país, sin incurrir en cierto criollismo paródico”, decía por entonces en una entrevista con Télam. Curiosamente, unos años más tarde el propio González se transformaría en el personaje central de “Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad”, libro escrito por su amiga María Pía López que se sostiene en la figura del sociólogo para reflexionar sobre la urgencia de la escritura, el riesgo del lenguaje y la importancia de lo colectivo.
En los últimos años, González había recuperado el ritual intemporal de la lectura y escritura que tanto había añorado durante sus años de gestión pública. En la casa de Boedo que compartía con Liliana Herrero, transcurrió largos meses resguardado a la espera de la primera dosis de la vacuna, que le fue aplicada en marzo pasado. Fiel a su visceralidad, no se privó de señalar el oportunismo del horizonte farmacológico. “La vacuna es casi un talismán, pero también una mercancía del capitalismo. Es necesaria una fabricación y distribución más igualitaria. Pero en un momento de la humanidad en el que recibe la demanda de un mensaje igualitarista, hay razones en la forma política y económica en la que vivimos, que impide ejercer tal demanda”, expresó días antes de ser inoculado.
El sociólogo estaba actualmente a cargo del departamento de publicaciones de la Biblioteca, un rol que el actual director, Juan Sasturain, le encomendó para retomar la incansable política de nuevas ediciones y rescate de textos olvidados que caracterizó su gestión. La labor, sin embargo, se vio interrumpida por la embestida paralizante de la pandemia. González soñaba con volver a poner en marcha la usina de producción editorial, pero su fulgurante destino comenzó a apagarse en la noche del 19 de mayo, cuando fue trasladado al Sanatorio Güemes tras dar positivo de Covid.